sábado, 9 de marzo de 2013

DIÓCESIS
+Mons. Enrique Díaz Díaz

El corazón del Padre
IV Domingo de Cuaresma
Josué 5, 9. 10-12: “El pueblo de Dios celebró la Pascua al entrar en la tierra prometida”
Salmo 33: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”
II Corintios 5, 17-21: “Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo”
San Lucas 15, 1-3. 11-32: “Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Este recibe a los pecadores y come con ellos”.
Jesús les dijo entonces esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a padecer necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.
Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
En seguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
Pero el padre les dijo a sus criados: ‘¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: ‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’”. 
Familias en conflicto
Familias incompletas, familias rotas, familias migrantes, familias disfuncionales y “hasta familias normales”, como alguien dijera, fueron desfilando en el escenario de nuestro pasado encuentro de Catequistas en San Cristóbal de las Casas. La situación familiar hace un llamado de auxilio urgente frente a una situación extrema que amenaza su papel tan importante y exige una búsqueda de nuevos caminos para que pueda mantenerse como formadora de personas que crecen armónicamente. Rivalidades de hermanos, padres que se olvidan de sus hijos, hijos que reniegan de sus padres, madres solteras, padres agobiados por el trabajo, adolescentes seducidos por el canto de sirena del libertinaje… todo nos presenta la realidad de la familia. ¿Diferente de los tiempos de Jesús? Me imagino que cambiarán los escenarios pero por lo que cuenta en sus parábolas deberían ya estar muy presentes todos estos problemas. Hoy nos seduce con una de las más bellas narraciones y precisamente con la historia de una familia. 
¿Quién es el importante?
Nadie puede negar que ésta es una de las parábolas más bellas de Jesús y que más nos llegan al corazón, quizás porque toca las fibras más íntimas o quizás porque mientras recorremos nuestra vida y nos encontramos en diferentes situaciones podemos identificarnos siempre con alguno de los personajes. Es muy conocida como la “parábola del hijo pródigo”, porque efectivamente la figura del hijo está presente en toda la narración y tanto en el bien como en el mal, suscita en nosotros sentimientos de condena, de compasión o de franco reflejo de nuestra vida, y así, toca muy de cerca nuestro corazón. Pero la parábola en realidad tiene al menos tres protagonistas principales, sin olvidar los personajes secundarios que también tendrían su palabra que comunicarnos. Algunos han insistido en llamarla mejor: “la parábola del padre misericordioso”, o bien: “la parábola del amor del padre”, argumentando que somos muy dados a mirar el lado negativo de los acontecimientos y si bien es cierto que el hijo derrochador aparece en toda la narración y que su decisión de retornar es una acción difícil y muy loable, no tiene parangón con la actitud de los brazos paternales siempre abiertos que añoran al hijo, de la restitución de la dignidad con los vestidos y el anillo, y de la celebración festiva en torno a la mesa paterna. La actuación del padre supera con mucho todo lo esperado y es una de las intenciones de Jesús de trastocar la imagen deformada de Papá Dios que se ha posesionado de aquellos pueblos y que también tiene mucha incidencia en nuestros ambientes. 
La parábola de los dos hermanos
Pero queda otro personaje que reclama también la atención como elemento esencial de esta narración: el hijo mayor. Y entonces hay quien prefiere llamarla: “la parábola de los dos hermanos”. Y quizás con mucha razón San Lucas justifica esta narración en labios de Jesús porque: “Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: ‘Este recibe a los pecadores y come con ellos’”. Es decir, nos presenta dos grupos, dos hermanos: publicanos y pecadores por un lado; fariseos y escribas por el otro. La lucha fratricida que se remonta hasta Caín y Abel, los conflictos de hermanos que aparecen en toda la historia bíblica, la lucha de los pueblos y las familias que se descalifican y se agreden desde todos los tiempos. Jesús retoma, pues, estos conflictos que se dan al interno de las familias, de las comunidades y de los pueblos, y les da una nueva dirección. Si el Padre ha salido al encuentro del hijo derrochador ofreciendo una acogida increíble con abrazos y besos que más recuerdan a una madre, como diría Oseas, si le ha organizado un gran banquete con todo el pueblo para restituir la honra de quien la había perdido, con igual o mayor cariño sale en búsqueda del hijo “bueno” que rechaza al hermano. No le grita, no le da órdenes, no actúa como juez o como patrón, simplemente, otra vez como madre, suplica que venga a la fiesta. La explosión de coraje y la sarta de reclamos parecen descubrir el verdadero corazón del hermano mayor. Exige, cuenta los servicios, reclama las atenciones y se olvida que ha vivido en la casa paterna, que es de la familia. Humilla al padre y denigra al hermano, no entiende el amor paternal hacia su hermano a quien desconoce. No acoge, ni perdona. 
El corazón del Padre
¿Qué pasa por el corazón del padre? Mira con ojos de misericordia, habla con ternura especial y contempla al hijo venido de lejos no como un depravado, sino como un recuperado, “hijo muerto que ha vuelto a la vida”. Pero también mira con inmenso amor al hermano mayor porque no es un sirviente ni un esclavo, sino un hijo querido que puede disfrutar todas las posesiones del padre y sentarse a la mesa con toda dignidad. Su único deseo es contemplar a sus dos hijos sentados a la misma mesa, compartiendo fraternalmente y con alegría, el banquete preparado. ¿No es la ilusión de todo padre? ¿No es el sueño de toda madre? Al escuchar esta parábola, ¿qué sentirían aquellos padres que habían cerrado sus puertas a los hijos rebeldes que habían abandonado la casa? ¿Qué pensarían los que se sentían tan justos y seguros que despreciaban a sus hermanos? Quizás en un primer momento juzgarían insensato y pusilánime al papá que así permite el libertinaje y altanería de sus hijos, pero al contemplar su compasión increíble, al verlo perdonar y proteger maternalmente al hijo perdido, al mirarlo salir al encuentro del muy molesto hermano mayor, buscando la reconciliación y participación en la misma fiesta, todo mundo quedamos sorprendidos y conmovidos ante tan gran amor. Quizás sea la más grande enseñanza que nos quiera ofrecer Jesús: por encima de nuestras mezquindades y miserias, de nuestras luchas fraternas y descalificaciones, está el corazón amoroso del Padre.
El retorno al Padre
Los tres personajes de la parábola nos deben cuestionar fuertemente, y podemos asumir el rol de cada uno de ellos y compararlo con nuestro propio comportamiento. Y así, a veces nos miraremos como el hijo que ahogado en la miserias, caído en lo profundo, se encuentra desvalido, humillado por sus propias ambiciones, y ahora necesita regresar, volver a la casa paterna; otras veces nos sentiremos abrazados y acariciados por el Padre que nos ha rescatado del pecado; ojalá que nunca asumamos la actitud del hermano mayor, de crítica dura y corazón cerrado, que no se convierte ni admite la conversión del hermano, que se cierra a la bondad del Padre y que excluye a su hermano de la mesa, con argumentos que lo justifican. Tiempo de Cuaresma es tiempo de levantarse y volver al Padre para sentir nuevamente toda su ternura; es tiempo de recobrar la dignidad de hijo y asumir la condición de hermano. ¿Nos animaremos, en esta Cuaresma, a regresar a la casa del Padre?
Señor, Padre de Misericordia, ayúdanos a reconocer en este tiempo de Cuaresma las barreras que hemos levantado y nos alejan de nuestros hermanos al alejarnos de Ti. Danos fuerza para asumir nuestras miserias, levantarnos de nuestros pecados y retornar a tus brazos amorosos. Amén. 

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