sábado, 6 de abril de 2013

DIÓCESIS

+Mons. Enrique Díaz Díaz
Obispo Auxiliar Diócesis de San Cristóbal de Las Casas

En la llaga de Jesús
II Domingo de Pascua



Hechos 5, 12-16: “Crecía el número de los creyentes en el Señor”
Salmo 117: “La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
Apocalipsis 1, 9-11, 12-13. 17-19: “Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo para siempre”
San Juan 20, 19-31: “Ocho días después, se les apareció Jesús”
Cicatrices
Corrió como loca cuando le dijeron la noticia. Después del terrible accidente, habían llevado los cuerpos, irreconocibles, y los habían depositado en espera de que algún familiar los pudiera reclamar. La mayoría de los familiares que buscaban entre los despojos, no podían reconocer a sus seres queridos porque estaban desfigurados, ya habían pasado varios días y ahora les exigían pruebas de ADN para comprobar que eran las personas que ellos decían. Pero ella estaba segura que lo reconocería porque conocía perfectamente su cuerpo y cada una de sus cicatrices, las que había sufrido por salvarla a ella: era su hijo. Uno a uno fue recorriendo los cuerpos inertes de aquellos jóvenes destrozados, y uno a uno, con suspiros e inquietudes, fue descartándolo. Al llegar temblorosa a examinar el último cuerpo, ya no sabía en su interior si quería que aquellas marcas en el cuerpo aparecieran a su vista. Pero no, no era él. ¿Dónde estaba? No sabía, pero de una cosa estaba segura ¡estaba vivo! Las cicatrices se lo aseguraban.
Una fe dolorosa
Los caminos de la fe tienen sus misterios. No es fácil creer y para muestra el texto de este día. Si nos metemos en el pellejo de Tomás podremos entenderlo. No le faltaban razones lógicas para desconfiar de las palabras de sus compañeros. Sí, todos, incluido él mismo, habían estado convencidos de que el Maestro, antes de morir, iba a restaurar el reino de Israel, todos ellos habían llegado a creer que el Reino de Dios, el Reino de los cielos estaba a punto de llegar. Sin ir más lejos, unos días antes, el domingo de los famosos ramos, la multitud entera, y ellos a la cabeza, habían gritado entusiasmados: “Bendito el que viene en nombre del Señor, y el Rey de Israel, ¡Hosanna!” Pero, después... ¡qué tristeza, qué desastre, qué desilusión! Le habían condenado y matado como a un vil asesino e intrigante político, le habían colgado de un madero, le habían dado muerte en una ignominiosa cruz. Es verdad que algunas piadosas mujeres, las que más le habían seguido y las que más le habían amado, habían contado no sé qué visiones, que si se les había aparecido, que estaba vivo, que le esperaran en tal o cuál sitio. Y ahora eran sus mismos compañeros los que se atrevían a decirle, con los ojos abiertos como platos: hemos visto al Señor. Y era precisamente el día en que no estaba entre ellos cuando se había presentado, vivo, exhalando paz y repartiendo bendiciones. Nada, esta vez no le engañaban, si él mismo no veía en las manos del Maestro la señal de los clavos, si no metía el dedo en el agujero de los clavos y no metía la mano en su costado, no lo creería. Cuando se ha probado la amargura del fracaso es más difícil volver a creer.
En la llaga de Jesús
Tomás, con sus dudas y cuestionamientos, nos da la oportunidad de reconocer las dificultades de una fe que se basa sólo en las palabras de los demás. Es cierto que podemos creer por lo que los otros dicen, pero nunca será una fe firme, se requiere el encuentro con el Resucitado. Ese mismo que ahora se muestra abiertamente y ofrece las llagas a la curiosidad de Tomás y que le da la oportunidad de un encuentro personal y comprometido: encontrarse con el Cristo vivo, resucitado, a través de sus llagas. Sólo en sus llagas encontraremos la profundidad de su misericordia y la anchura de su amor. Nuestra fe quedará vacía y convencional, como una costumbre religiosa sin vida, como inercia y formalismo externo, si no tiene esta experiencia de un encuentro con Jesús. Las puertas cerradas y las actitudes defensivas no son las características de una fe viva. Tampoco lo son el conformismo y la indiferencia ante las cicatrices de Cristo manifestadas en el sufrimiento de los pequeños y de los abandonados. El encuentro con el Resucitado transforma a las personas, las reanima, las llena de alegría y paz verdadera. Nos libera del miedo y la cobardía, nos abre nuevos horizontes y nos impulsa a anunciar la Buena Nueva y buscar la transformación de nuestro mundo. Las señales de los clavos en las manos y la herida del costado, son los signos de la presencia de Jesús en medio de los suyos, son el camino de amor que Jesús ha recorrido para dar vida. Necesitamos no encoger la mano, sino tocar estas heridas de Jesús que despierten nuestra fe. La verdadera fe nos hará recorrer el mismo camino de Jesús: en el dolor del mundo se encuentra la Resurrección. Los pobres y olvidados son signos de vida que nos harán exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”. 
Una paz que nos hace falta
Si bien Tomás ha llegado con retraso, sigue el mismo camino de los otros apóstoles que también se encontraban en la casa con “las puertas cerradas por miedo a los judíos” cuando escucharon aquellas palabras: “La Paz esté con ustedes”. El saludo de Jesús a los discípulos es un regalo y un mandato. Si por algo se caracteriza nuestro mundo es por la pérdida de paz y de armonía. Vaga el hombre moderno cargando con sus seguridades que lejos de protegerlo, parecen hacerlo cada vez más débil e inseguro. Se cierran las puertas, se evaden las preguntas, se ocultan los datos personales, y sin embargo cada día nos sentimos más expuestos. Perdemos la paz. El saludo de Jesús a sus discípulos, que también tenían cerradas sus puertas, es: “La paz esté con ustedes”. El temor, que cerraba las puertas y el corazón, al escuchar estas palabras, se disipa y contemplan al resucitado. Para darles confianza y afirmarlos en su presencia, Jesús presenta las marcas del dolor en sus manos y en su costado. Las marcas de la cruz de Jesús son señales de su entrega, de su muerte, pero también son señales de su resurrección. No les habla a sus discípulos como un ángel que no hubiera padecido, tampoco nos habla a nosotros, desde un mundo etéreo o angelical donde no pudiéramos tener miedo. Nos habla desde el dolor de nuestra propia realidad para invitarnos a tener la verdadera paz, esa que nadie nos puede arrebatar, esa que es armonía interior y que sólo Jesús nos puede dar. ¿No bastan las palabras? No, por eso muestra las cicatrices. Las heridas del dolor sufrido son las señales del que ahora está vivo, que invita a superar los miedos y las angustias y a reconstruir la comunidad. Son los mismos signos con los que ahora necesitamos reconstruir la comunidad: a partir de la realidad, del dolor de los hermanos, de las cicatrices y del perdón compartido. No podemos estar ajenos a los sufrimientos y no podemos despreciar el dolor de quienes los han padecido, se tienen que mirar, sanar y compartir. También se tiene que compartir el perdón y la mesa para hacer creíble la Resurrección.
Con Tomás, con los otros discípulos, este día podemos fortalecer nuestro camino de la fe. Contemplemos a Cristo con sus llagas abiertas, llagas actuales y dolorosas, que a pesar del dolor, del fracaso y de las heridas, nos ofrece el camino de la Vida y de la Resurrección. El camino de la fe se hace concreto en la construcción de una paz que pasa por asumir el dolor de los demás, por abrir las puertas y el corazón, por pedir y otorgar el perdón… por descubrir a Cristo Vivo hoy. ¿Cómo es mi fe? ¿Es de miedos y rencores? ¿Me abro al impulso del Espíritu? ¿Me hace mirar el dolor de los demás y transformarlo en vida? ¿Me impulsa a vivir en comunidad y a transformar mi entorno en un ambiente de armonía y reconciliación? ¿Cómo es mi encuentro con Cristo Resucitado?
Dios de eterna misericordia, que reavivas la fe de tu pueblo con la celebración anual de las fiestas pascuales, concédenos la gracia de tener una fe que asuma el riesgo de seguir a Jesús, muerto y resucitado, una fe que no sea evasión sino compromiso, una fe que crezca y se fortalezca en la comunidad. Amén

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